¿Cómo vamos a volver a ocupar el espacio público? ¿Cómo vamos a volver a ponernos en contacto? ¿Cómo serán nuestras rutinas fuera de casa? Estas preguntas están organizando buena parte de las políticas públicas en el mundo y también las economías domésticas y trasnacionales.
Hay quienes plantean que se trata de un oxímoron tal afirmación, por cuanto lo normal es una construcción trazada por las costumbres y ellas, indiscutible y necesariamente, por el tiempo.
No puede haber nada nuevo entre normales.
¿Pero siendo nuestras cotidianeidades cada vez más veloces en reconfiguraciones, por qué no pensar en que también lo normal viaja ya a la misma velocidad de los bytes?
¿Acaso no nos costó apenas unos meses volvernos expertos frente a la cámara del teléfono móvil para entender los tips de un presentador de noticias o seguir la coreografía de una estrella de la música?
Pero además, se trata de conservar la vida. El virus frente al que aún estamos indefensos nos ha puesto contra las cuerdas de la innovación o menos pretenciosos, la improvisación. Y tal vez recuperamos de nuestras memorias ancestrales modos de estar y ser en el mundo perdidos por el olvido.
El temor al contagio organiza la normalidad que dice nacer. Entonces aparecen diseños extravagantes que superan con glamour las mascarillas. Las compañías de aviones piensan en poner cabinas alrededor de las butacas para aislar a cada pasajero; bares y restoranes con cápsulas alrededor de cada mesa. Incorporamos a nuestro diccionario diario el término protocolo para referirnos a cada procedimiento a tener en cuenta para movernos en algún espacio con otros.
Y aún más cerca de nuestra vida cotidiana, nos damos cuenta que la brecha digital es tan excluyente como el agua potable, que deben definirse las prioridades en las inversiones en servicios públicos y en las promociones del empleo y de la industria; que la escuela, las fiestas o el templo y la cancha de fútbol requieren de rediseños estratégicos si es que la vacuna sigue sin aparecer.
Debemos tener presente que el factor dominante es y será una situación de alta incertidumbre. No solo porque no se conoce el virus, ni la forma cierta de medir los contagios, ni las tasas de letalidad, ni si se logra inmunidad. Sino porque tampoco se conoce el impacto del aislamiento o confinamiento social, en la economía, en la salud, en el ambiente y en la convivencia. Tampoco se conoce cómo va a impactar en el funcionamiento de las ciudades.
El desafío es entonces, una vez más, imaginar la ciudad como el espacio común que organiza nuestra vida social e íntima. Repensar una utopía. Porque de eso se trata: una civilización ideal y alternativa a aquella en la que vivimos, un modo optimista de concebir cómo nos gustaría que fuera el mundo y nuestros vínculos.
Sabemos que en la historia hubo miles de ciudades nacidas para protegerse, pero indefectiblemente construidas en la voluntad de compartir y, por tanto, nunca ancladas en la idea de ser un mero aglomerado de individualidades.