Se trata de un fenómeno que ha crecido de manera exponencial en la región, generando nuevas comunidades que ahora reclaman por su autonomía. ¿Deben independizarse o integrarse a las ciudades? La propuesta es preguntarnos qué ciudades queremos para vivir y de qué manera forjamos comunidades más integradas, solidarias, seguras y sostenibles.
Los barrios cerrados y su integración en las ciudades es un tema que irrumpió en la agenda pública de la región durante las últimas semanas. Un grupo de vecinos de Santo Tomé reclama una especie de autonomía que los habilite a conformar una nueva ciudad, mientras que algunos concejales de esa ciudad y de otras vecinas, reaccionan presentando proyectos para prohibir este tipo de urbanizaciones.
Estas situaciones ponen en evidencia que el crecimiento de estos barrios se ha dado sin políticas que los incluyan como parte de las comunidades de las ciudades que los alojan, al punto de parecer “otras ciudades”.
Ahora bien, ¿es un problema solamente de Santo Tomé? ¿Es un caso que aparece solo en las pequeñas localidades? ¿No será que el foco debe ponerse en cómo se está dando el crecimiento poblacional y la radicación de nuevas viviendas en toda el área metropolitana del gran Santa Fe?
El extraordinario crecimiento que vienen teniendo los barrios cerrados a partir de la década de los 90, pero con ritmo acelerado en los últimos años, constituye un fenómeno generalizado en América Latina, y nuestro país no escapa a esa realidad. Este tipo de urbanizaciones se ha venido expandiendo en numerosas ciudades, independientemente del tamaño de las mismas, apreciándose una particular proliferación en las áreas suburbanas de los grandes aglomerados.
El fenómeno admite diferentes tipologías. Existen barrios cerrados en sentido literal caracterizados por tener una seguridad, monitoreo y vigilancia rigurosas; los denominados countries o clubes de campo, con espacios de uso común al estilo “club house” e instalaciones deportivas; y finalmente las quintas o chacras, con un planteo de vida más armónico con la naturaleza y caracterizados últimamente por la aparición de emprendimientos agroecológicos sustentables.
En todos los casos, funcionan reglamentos comunes que determinan ciertas tipologías de construcción de las viviendas y sus entornos, algunos que constituyen verdaderos “códigos” reguladores de la vida social interna, mientras otros establecen un decálogo de “sanciones”, frente a los incumplimientos de los consorcistas.
Las características físicas son bastante homogéneas: se encuentran rodeados por muros o cercos, con portales de ingreso que constituyen barreras físicas; el acceso a ellos es restricto, impidiendo la entrada de los no residentes; están ubicados en zonas suburbanas, con rápido acceso a rutas troncales o autopistas, y generalmente -vaya paradoja- muy próximos a villas o asentamientos precarios, lo que hace más evidente el contraste y el proceso de fragmentación social y urbana.
Son articuladas desde el sector privado por los desarrolladores inmobiliarios o urbanos, que administran el negocio generalmente a través de la figura de fideicomisos, significando un extraordinario movimiento económico, catalizador de ahorros individuales y generador de puestos de trabajo.
Es necesario recordar que no estamos aquí frente a un problema de legalidad o ilegalidad. Los barrios cerrados no están prohibidos. Muy por el contrario, han sido incorporados como nueva legislación al momento de la unificación de los Códigos Civil y Comercial, Ley N° 26.994, bajo la denominación “Conjuntos Inmobiliarios”.
Tampoco deberíamos discutir, ni mucho menos juzgar negativamente, las múltiples y disímiles motivaciones personales de adoptar esta forma de vida: desde la opción personal por vivir en un espacio verde alejado del centro urbano; la escasez y el encarecimiento de los lotes disponibles para construcción en las propias ciudades, hasta el intento de protección frente a la creciente inseguridad urbana, pasando por la cuestión sociológica de la búsqueda de cierto status social dado por la “homogeneidad de clase” de sus integrantes.
Además, corresponde poner en valor el rol de los desarrolladores privados que son motores de crecimiento urbano y generan nada menos que la posibilidad de acceso a la vivienda para muchas familias que no encuentran alternativas en las ciudades centrales.
Lo que sí debe mirarse es el rol que vienen cumpliendo los gobiernos locales frente a esta situación. En nuestro país son ellos quienes tienen la facultad de regular el uso del suelo. Los Planes de Uso del Suelo o de Ordenamiento Territorial son la forma adecuada para ejercer dicha facultad. Son los instrumentos indicados para llevar adelante la indispensable tarea de planificación urbana, que a su vez nos permitirá establecer prioridades de inversión en infraestructura básica (aguas, saneamiento, luz, gas) y estratégica (redes de transporte y conectividad digital), regular usos residenciales e industriales, prever espacios públicos de calidad, definir la gestión de residuos y la movilidad sustentable, entre otras.
Ahora, si bien estos temas deben constituir el eje principal de las políticas públicas de los gobiernos locales, también exigen un tratamiento a escala metropolitana, involucrando a los entes metropolitanos y el Estado Provincial, de manera de avanzar hacia parámetros comunes o compatibles para toda una región.
También deben ser criterios orientativos para los legisladores provinciales en el hipotético caso de tener que tratar una iniciativa de estas características, que se sumarán a los demás elementos de análisis: si tienen o no 10 mil habitantes, si residen efectivamente en el lugar, si es necesario contar con el aval de las autoridades locales de los distritos desmembrados, si cuentan o no con las suficientes redes de servicios públicos e infraestructura social básica como efectores de salud, establecimientos escolares y de seguridad pública. Si, como reclama nuestra Constitución provincial, “constituyen una comunidad con vida propia”, o como señalan otras voces poseen o carecen de rasgos de identidad histórico-culturales comunes.
Lo más importante es que la aparición de este tema en el debate público pueda ser aprovechada para reflexionar en torno de nuestras ciudades y territorios. Mucho más en momentos de crisis, escasez y dificultades, donde la pobreza, la violencia y la exclusión social muestran los peores indicadores.
En definitiva, saber si somos capaces de revertir situaciones complejas impulsando la construcción de comunidades más inclusivas, integradas, seguras y pujantes; tal como plantean los objetivos de la Agenda Urbana 2030 de Naciones Unidas.
Las ciudades son el corazón de la vida de la gente, son el escenario de crecimiento económico de las empresas y los emprendedores y constituyen espacios de innovación social y productiva; y son los gobiernos locales los actores claves para impulsar contextos creativos e innovadores. Por eso, sería recomendable orientar el diseño de las políticas públicas con vistas a conformar ciudades de oportunidades, que reduzcan la pobreza, la violencia y la contaminación, y posibiliten aprovechar mejor los recursos existentes para proyectar un futuro próspero y sustentable que mejore la calidad de vida de nuestra gente.
Gustavo Daverio
Director Responsable G&D Consultora
Docente en FCJS-UNL